Ailton Krenak nació en 1953 en Minas Gerais, Brasil. Es chamán, filósfo, líder indígena y escritor. En los años 80, participó en la fundación de la Unión de Naciones Indígenas (UNI). Es comandante de la Orden del Mérito Cultural de la Presidencia de la Republica y doctor honoris causa por la Universidad Federal de Minas Gerais y la Universidad Federal de Juiz de Fora. Recibió el Premio Juca Pato al intelectual del año, por parte de la Unión Brasileña de Escritores
En este momento, estamos siendo desafiados por una especie de erosión de la vida. Los seres que son atravesados por la modernidad, la ciencia, la actualización constante de nuevas tecnologías, también son consumidos por ellas. Esta idea me viene con cada paso que damos en dirección al progreso tecnológico: que por donde pasamos devoramos algo. Aquel consejo de pisar suavemente la tierra para que, poco después de nuestro pasaje, ya no sea posible rastrear nuestras huellas se está volviendo imposible: nuestras marcas son cada vez más profundas. Y cada movimiento que uno de nosotros hace, todos lo hacemos. Atrás quedó la idea de que cada uno deja su huella individual en el mundo; cuando yo piso el suelo, no es mi rastro el que queda, sino que es el nuestro. Y es el rastro de una humanidad desorientada pisando a fondo.
La propuesta de desacelerar nuestro uso de los recursos naturales puede sugerir la idea de postergar el fin de este mundo, pero, en algunos lugares, este final ya sucedió -ayer, esta mañana, sucederá pasado mañana-. Alguien podría decir:” Ah, pero esto es demasiado apocalíptico, ¡nos está asustando!” En realidad, estoy dando noticias viejas.
Nosotros estamos, lentamente, desapareciendo con los mundos que nuestros antepasados cultivaron sin todo este aparato que hoy consideramos indispensable. Los pueblos qe viven dentro de la selva sienten eso en su piel: vendes aparecer los bosques, las abejas, los colibríes, las hormigas, la flora: ven cambiar el ciclo de los árboles. Cuando alguien sale a cazar tiene que caminar días para encontrar una especie que antes vivía allí, alrededor de la aldea, compartiendo con los humanos ese lugar. El mundo alrededor de ellos está desapareciendo. Quien vive en la ciudad no experimenta eso con la misma intensidad porque todo parece tener una existencia automática: extiendes la mano y tienes una panadería, una farmacia, un supermercado, un hospital.
En el bosque no existe esa sustitución de la vida, ella fluye, y tú, en el flujo, sientes su presión. Eso que llaman naturaleza debería ser la interacción de nuestro cuerpo con el entorno, donde sabríamos de dónde viene lo que comemos, a dónde va el aire que exhalamos.
Más allá de la idea de que “yo soy la naturaleza”, la conciencia de estar vivo debería atravesarnos de modo que fuéramos capaces de sentir que el río, la selva, el viento, las nubes son nuestro espejo en la vida. Yo tengo una alegría muy grande de experimentar esa sensación y sigo buscando comunicarla, pero también respeto el hecho de que cada uno tiene su paso por este mundo.
Durante miles de años, en diferentes culturas, fuimos inducidos a imaginar que los humanos podían actuar impunemente sobre el planeta y fuimos reduciendo ese organismo maravilloso a una espera compuesta de elementos que constituyen lo que llamamos naturaleza - esa abstracción-. Construimos justificaciones para incidir sobre el mundo como si fuera una materia plástica: podemos hacerlo cuadrado, plano, podemos extenderlo, sacudirlo. Esta idea también orienta la investigación científica, la ingeniería, la arquitectura, la tecnología. El modo de vida occidental formateó el mundo como una mercancía y replica eso de manera tan naturalizada que un niño que crece dentro de esta lógica vive eso como si fuera una experiencia total. Las informaciones que recibe de cómo constituirse como persona y actuar en la sociedad siguen ya un guion predefinido: seré ingeniero, arquitecto, médico, un sujeto habilitado para operar en el mundo, para hacer la guerra; todo está ya configurado. En este mundo listo y triste no tengo ningún interés, si fuera por mí ya podría haberse terminado hace mucho tiempo, no me interesa retrasar su final.